El hombre del banco ancla sus tobillos en alguna parte de la tierra mojada, alrededor de él una gran guerra de fuego, pólvora y ruido lo situan en el epicentro de una ciudad que lejos de encontrarse en pleno conflicto bélico, incendia el cielo de colores y sonidos. Aterrado, espantado y a la vez maravillado, el hombre del banco deja caer su espalda sobre la hierba humeda al amparo de un gran manto verde que un día fue el antiguo cauce del río Turia, hoy convertido en un gran parque que atraviesa la ciudad. Con la cabeza rescostada y la mirada fija en un espectáculo de humo de colores el hombre del banco imagina formas que estallan y se desdibujan en el aire...palmeras, flores, animales, bajo un manto de estrellas lejanas, el silencio de una multitud cercana lo abriga con su calor humano, cabelleras de todos los colores y texturas, diversidad de tamaños y formas de ojos, bocas, narices, matices inimaginables de pieles forman ese gran manto humano en el que sin saber ni como, ni cuando, se encuentra inmerso, como uno más, dejándose acariciar visualmente por esas formas aéreas. Los disparos de los cohetes le traen recuerdos de su infancia y por un momento cierra los ojos y se observa de lejos caminando de la mano de su madre. Él también tuvo pasado, como toda aquella maraña de caras y cuerpos desconocidos. Su pelo lacio y fino enredándose entre los dedos de su padre, los rizos rojizos de su madre sobre su rostro...tan cercana y tan presente como si jamás se hubiera ido. Una imagen que le recuerda ahora más que nunca a la mujer que va de la mano del otro. Y es ese estado emocional que emerge de su embriaguez el que lo lleva a agarrar con suma delicadeza la mano ajena que tiene más cerca y entonces y con toda la pasión de la que es capaz, la acerca hacia él y la lleva hasta su pecho, la besa sin dejar escapar ni un sólo centímetro de su delicada carne, disfrutando cada milésima de segundo de ese secuestro trémulo, al tiempo en el que abre los ojos y se encuentra de frente con el propietario de aquellas extremidades...un uniformado agente de la policía local que con cara de pocos amigos y mascando chicle cual sheriff del condado, clava su mirada felina en la suya.
Perseguido por aquellas manos, aprovechando el disparo final y con la aceleración máxima de un Velociraptor el hombre del banco se emborrona y desaparece como toda aquella artillería, bajo la noche de fuego.
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