El cementerio parecía tranquilo, inmerso en su silencio sepulcral, acompasado sólo por el viento. Un soplo de aire otoñal más gélido de lo que correspondía a aquel otoño revolvía cada rincón del camposanto, colándose entre las viejas paredes de piedra y cal roídas, los abetos junto a las cruces, la pala del enterrador, los nichos en las paredes, las flores marchitas, como sus propios habitantes, los ramos de plástico decolorados por el tiempo y por el sol... todo en un orden perenne y caduco al mismo tiempo hacían brillar los ojos del pequeño Nicolás, un crío del pueblo de la serranía, arrastra con temor sus nueve años hacia una tumba recién enterrada, junto a él su inseparable primo Carlos, dos años menor, lo observa aterrado sin hacer el menor ruido... el campanario de la vieja iglesia anuncia la media noche y el viento gira ferozmente sobre ellos, como si quisiera llevárselos... los dos niños salen espantados del recinto mortífero, atravesando a toda prisa las aliagas y el romero, gritando como alma a la que perisgue el diablo y al llegar a la plaza una multitud histérica de vampíros, brujas y muertos vivientes se dirigen sin ninguna piedad hacia ellos...
Carlos y Nicolás entre mocos y llantos se tapan la cabeza con sus pequeñas manos, acurrucándose entre sus rodillas... el padre Eloy los abraza entre su elegante traje sacedortal y añade:
-Hijos mios... ¡es Halloween!... no temáis a los muertos... pero hacéis bien en temer a los vivos.
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